Friday, September 22, 2006

(G)RITOS


“De tanto hacerte la cena, de tanto hacerte la cama,
se me fueron las ganas de hacerte el amor”
Graffiti, pintado en Santiago de Chile,
Huérfanos esquina Maturana.



Ana Rosa, los apellidos no existen, ya son las 12:30 hrs, las labores de la casa están cumplidas, y el silencio de estar sola debe romperse para no sentir la soledad; 13:30 teleserie peruana, 14:30 teleserie brasileña, 16:30 teleserie venezolana, 18:30 teleserie argentina, 19:00 hrs, llega Consuelo del colegio y con ella el paréntesis [se prepara la once], 20:00 hrs y con la teleserie chilena el conjuro ha terminado.
Todo esto no sería tan nefasto si no fuesen todos los días igual –aunque se desespera los domingos, donde no hay murmullo que traicione la palabra y llene el vacío de su escape. Hacia las 22:00 hrs, llega él, el esposo amante, sostén, víctima, victimario, juez y parte de todo lo que ella amó, en estos días camina amable y tranquilo con el suave perfume a cerveza que consagra el rito diario del happy hour al que ella no está invitada, porque la hora feliz, o la cajita feliz, o el cumpleaños feliz hace rato que son de otro.
Él todavía la ama, a pesar de los 17 años transcurridos desde el día en que se desposaron, y aunque la casa soñada que juntos construyeron carezca de tejado aun teniendo techo, y sea por ello un modo de la intemperie y la intemperancia que ellos son, resulta refugio, su refugio, su propio refugio y no refugia porque no posee techo teniéndolo, o quizá lo tenga pero demasiado bajo como para caminar erguido.
Él todavía la ama, por eso todavía cree en dios cuando ella le pregunta, “¿Cómo le fue mi amor?”, aunque ese aire que sale de boca de Ana Rosa, se escucha cada día mientras ella piensa en donde habrá dejados los fósforos que necesita para calentarle la cena. Porque él la ama no escucha la semejanza entre el “¿Cómo le fue mi amor?” “¿Cómo está mi amor?”, “Tiene cara de cansado mi amor” y los sonidos que los electrodomésticos –en infinitas cuotas comprados- emiten una vez que han terminado un proceso; no le gusta encalillarse “pero ese es el único modo en que los pobres podemos tener cosas” decían alguna vez con el compadre que fue asesinado por su tarjeta de crédito.
Pero él todavía la ama, porque siempre llega con la botella de acetona justo cuando está a punto de acabarse la anterior. No le gusta mucho, encuentra que huele mal, además en los primeros años al pedirla en el bazar se sentía incómodo, incluso casi maricón, pero sabe demasiado bien que sin ella, Ella no sería la misma. Es porque él todavía la ama, que la siente suya y le procura ese lujo; la siente suya como las marcas que el tiempo y su mano le han dejado en la cara, y a pesar de que los surcos por donde el tiempo y el golpe pasan se han llevado más de un pétalo de Ana Rosa, él la ama y no podría vivir sin ella.
Juan no sabe de los suyos, tampoco sabe nada de sí, ya ni cuando se afeita se mira –ese ritual está suspendido como culto prohibido. Pero el otro rito lleva comunión, son las preguntas de la cena, ¿qué falta?, ¿queda gas?, ¿cómo le fue a la Consuelo en el colegio? ¿cuándo hay reunión? ¿fuiste a la feria?... y la única herencia que le dejó la madre, ¿Compraste sal?!! Fíjate que no falte sal!!!, y luego a dormir.

Y como en todo día siguiente de cualquier anterior, queda ella, sola, sola sola. Y ahí estaba, como siempre con una queja fundada en el cansancio, padeciendo en su casa un exilio pendiente, como un péndulo que se mueve entre la vida que quiso y la que le toco vivir.
Pintarse las uñas era el único cuidado que se permitía, tal vez para enmascarar las huellas del trabajo que se inscribió sin permiso en sus manos de mujer pobre, de esas que creyeron que la lavadora automática era un regalo para ellas, y que alguna vez rieron en el almacén de la esquina comentando que “estaban lavando” y que así tendrían más tiempo para ellas y podrían parecerse en algo a la modelo del comercial de Fensa, que sentada en un sofá blanco tomaba el control remoto. Y así –de ese modo- con más tiempo para ellas podrían ver todos los comerciales que van desde el título de la teleserie peruana a los créditos de la teleserie chilena, enrostrándoles todo aquello que no son, y la promesa de ser feliz gracias al creditodo, al creditazo y la cuota más baja del mercado.
Pero entre una y otra, acontece el ritual, el de ella, sacerdotisa exorcizante que como ropajes viejos saca la máscara que creó la capa de pintura del día anterior, el mal olor es parte de la ceremonia –tal como el cordero que debe morir para presentar su sangre en la pared- finalmente siempre ocurre así de algún modo u otro en la tarea de vivir. Un algodón comprado en el bazar que vió envejecer a doña Inés es parte fundamental del rito, con él lo encubierto se muestra y el rosa blanquecino de la uña emerge, ese mismo que ha sido colocado ahí por la nicotina junto con traspasarle el color amarillo a la DENTADURA más bella que alguna vez alguien tuvo el barrio, y le valió a Ana Rosa –anita, rosita, ani rosi y a todas las variantes masculinas y femeninas concebibles- el título de princesa. Con ella también la mugre de las puntas se muestra, como resto del laboro del día, la misma lima las limpia y les cuida los contornos, les da forma, las re-forma, y define el rescate del recoveco, del margen, del final del dedo, de la mano, del brazo y de todo ese cuerpo por todos alguna vez deseado que a ella le tocó cargar.
La elección del color alguna vez fue tarea compleja, no porque conozca o tenga un fundamento estético para seleccionarlo, sino porque carece completamente de él, a ello se suma el que siempre prefirió cantidad a la calidad, cuestión que sabe muy bien doña Juana, la feriana que enanchó sus bolsillos a costa de venderle todos los matices conocidos del rojo, del rosa, del verde, el azul, el blanco, los amarillos, los naranjos y todo lo que quede de la rosa cromática, y los colores primarios, secundarios y los que sigan pues todos desfilaron al menos en una ocasión por las manos de Rosa.
Pero con ese ingenio que nace del tedio hace años que solucionó ese conflicto, porque ahora su criterio es el azar, abre la caja de las pinturas cierra los ojos, mete la mano y toma alguna de las botellas que doña Juana le proporciona, como ninguna es de mejor calidad que la otra, y como su vestir si que consiste en ponerse lo primero que pilla, ni la química ni la física pueden dar con argumento alguno a favor de tal o cual pintura. Y ahora, con la pintura pintar, y el cosmos cosmético se llama uña, mano, cuerpo, alma, casa y mundo. Lo hace con cuidado, con espero, una a una, con el despliegue preciso, juicioso, y prolijo que no tiene todo lo demás, una mano ayuda a la otra, y la solidaridad que cultiva en Consuelo surge del acto solitario de pintarse las uñas, porque pintar las uñas es decorar ese cuerpo que ya no le gusta, es reparar el cuerpo agrietado como si lo hiciera con la casa cercana al cementerio en que siempre vivió. Y el pincel se desliza, primero la izquierda que es la mano del corazón, luego la diestra donde la siniestra se resiste a cooperar, pero cada tarde el quiero le gana al puedo, y permite que esté todo dispuesto para la conquista del universo a través de esa caja negra llamada televisor.

4 Comments:

Blogger Alkkáno said...

Ya te linkie en mi blog.
Un beso.

4:57 PM  
Anonymous Anonymous said...

Y Consuelo también se pintará las uñas? Máscaras también. Simulacro. Montaje.
Precioso relato.
Cs.

7:20 AM  
Blogger Stimpy J. Necio said...

un cuentecito añejo para remojar tardes ochenteras.... viendo a las viejas nuestras hacer eso.

ayer recordaba a mi vieja asi de hecho.

hermoso.

leytonjimenez

9:54 AM  
Anonymous Anonymous said...

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3:53 PM  

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