Apuntes para una textualidad sin nombre
Retratar, mienta siempre seleccionar la mirada de quién se enfrenta al lente, ponerla en cuadro, darle un formato y lugar reconocible. Mas ¿Qué lugar es ese que se da al retrato? Si retratar, puede ser leído desde el RE-TRATAR, primero hacemos una apuesta y luego, ponemos dos énfasis; uno dice relación con la vuelta, el volver, esto es, volver la mirada al lugar de antiguo y con ello a la Fundación –de las Rosas, por ejemplo- y toda otra, con lo cual el «
re» se torna re-levante. Pero, por otro lado, el
tratar, deja su marca,
mácora del diseño y su pérdida, también del silencio de las voces que claman escucha, reclaman el
trato, y el habérselas con, por supuesto, también dan cuenta de la
tranza de ese
trato.
Retratar, no deja de ser entonces,
volver a tratar, sentir de nuevo, resarcir ese nexo y ese
pathos, ese silencio en la mirada del
retratado,
reconocerle como tal. No obstante, un deseo se impone como deseo, es decir como falta, a saber, volver al retratado en cuanto re-
tratado, doble vuelta en el volver al retratado en cuanto faltante, y volver a
re-tratar, en cuanto, deudor de lo ahí representado. Como Adán respecto de Eva, vale decir, con la noticia de su mirada y la certeza de la otredad. Siempre ahí, incluso antes de la víbora y su maldición, Adán caído, Adán maldito, Adán representante de toda representación, por consiguiente, Adán retratante y retratado, por cuanto, la necesidad de re-tratarlo es la metonimia de su caída.
Ahora bien, si se trata de mirada, la nuestra frente al anciano se muestra y reclama como su RE-TRATO, la imposibilidad de reconocerlo es su condición; el pasar de lo temporal: su estructura; y el olvido, su resultado.
Retrotraer la mirada entonces como esa
vuelta del tratar, volver a vérselas con eso que se quiere olvidar. Esto que no es sino el tiempo que pasa, y que su sentido no llega. Vale decir, no culmina sino en la condición imposible de toda posibilidad; o en la posibilidad de toda imposibilidad: a saber, la muerte.
Luego, el olvido es su marca, es su trato, su tratar, y su tranza; es la espera circunspecta de la venida de un envío y, con él de su borradura. Borra del
yo, como huella de un
yo borrado; ahora y siempre; también imposibilidad de deshacerse de las marcas del tiempo. Independientemente de si el tiempo pasa, o si las cosas pasan en el tiempo, cómo sea, el rostro de éste o aquel hombre son la signatura ineludible de ese paso.
¿Y si la fotografía puede detener el paso, qué se dice del material, de su menoscabo, y de la necesidad de su salvaguarda? Lo que resulta, no es más que un
objeto sin sentido, como absurdidad del objeto; de lo dado, del presente, del porvenir, y también del objeto fotografiado, es decir, es la perennidad que se presenta, se difumina, es la bifurcación de la mirada, y se instala
como marca sensible en el rostro fotografiado –la soledad y el olvido recorren los caminos de un rostro: a ese
pathos, erróneamente lo llamamos arruga y anciano a su portador.
Luego ¿este sujeto? ¿El nombre del sujeto? ¿O el sujeto del hombre? No es sino la imposibilidad de reconocerle. Finalmente, no importa el trato, sino que sea menester re-tratar, susceptible de volver a él, aunque ya, sin identidad en la mirada. Suspender la mirada para ver el ojo que ve, he aquí no más que una invitación: invitación al re-trato.